sábado, 13 de octubre de 2007

lunes, abril 16, 2007

El silencio de los inocentes

El silencio de los inocentes
A punto de cumplirse su 92º aniversario, el genocidio armenio sigue siendo una de las masacres más grandes del siglo XX y probablemente la más negada: en Turquía se pena con la cárcel la sola mención de la palabra genocidio, el gobierno niega su existencia y ya hay intelectuales y periodistas muertos y exiliados por sostener lo contrario. Sin embargo, desde la Argentina, se están llevando adelante dos procesos únicos con respecto al tema: por un lado, en la UBA se ha organizado el primer Archivo de Relatos Orales que recopila los testimonios de los sobrevivientes que emigraron a esta parte del mundo; por otro, una fundación de descendientes ha comenzado un juicio internacional para que se reconozca la existencia del genocidio. Radar entrevistó a los escritores, investigadores, recopiladores y responsables de este movimiento y ofrece en exclusiva algunos de esos testimonios sobre las caravanas por el desierto, las torturas, las violaciones, las ciudades incendiadas y los fusilados que han vivido para contarlo.
Por Soledad Barruti y Violeta Gorodischer
El próximo 24 de abril se cumple el 92º aniversario del genocidio armenio. El primero del siglo XX. Ensayo del nazismo y antecedente de lo que ha dado en llamarse la Solución Final. El permiso necesario que encontraron muchos gobiernos para ejercer su poder y eliminar a un pueblo que actuaba en oposición a sus intereses. Engranaje calculado, el plan implicaba que la masacre jamás fuera reconocida oficialmente ni mucho menos castigada: de ahí que en la actualidad aún se la siga negando desde distintos sectores, tanto en Turquía como a nivel internacional. Mientras el gobierno argentino acaba de promulgar una ley por la cual cada 24 de abril se conmemorará el “Día de Acción por la Tolerancia y el Respeto entre los Pueblos” en recordación de este genocidio, la pregunta obligada es qué ocurrió con las víctimas y los sobrevivientes, dónde están los intelectuales, y quiénes levantan hoy la voz para que el horror deje de ser silenciado.
De derecha a izquierda: el escribano Gregorio Hairabedian, responsable de la Fundación; el doctor Alejandro Schneider, director del Proyecto Exilio Político Armenio y codirector del Programa de Historia Oral; y Federico Gaitán, nieto de Hairabedian y uno de los motores de la Fundación. Entre los tres llevan adelante un proyecto inédito en el mundo: rescatar la memoria viva del genocidio y convertirla en pruebas de un juicio. Foto: Xavier Martin
El genocidio
Dos millones de personas vivían en Armenia Occidental bajo el dominio del Imperio Otomano antes de la Primera Guerra Mundial, mientras que Persia dominaba la región Oriental que más tarde sería anexada a Rusia. A pesar de las diferencias étnicas y religiosas (cristianos los armenios y musulmanes los turcos) y de ser un pueblo conquistado que vivía subyugado social, económica y culturalmente, durante 600 años no hubo enfrentamientos armados entre ambos. Hasta que hacia fines del siglo XIX, impulsados por las ideas progresistas que llegaban de Europa, algunos grupos de armenios comenzaron a dar muestras de querer modificar sus condiciones de vida. Pero Armenia continuaba siendo ese territorio clave, cruce de caminos comerciales entre Oriente y Occidente, motivo por el cual el Imperio no estaba dispuesto a aceptar el desmembramiento. Y, ante las primeras rebeliones, llegaron las primeras respuestas. Dos masacres anunciaron lo que vendría: entre 1894 y 1897 fueron asesinados más de 200 mil armenios, y en 1909 se sumaron 30 mil a la lista.
Cuando estalló la Primera Guerra, en 1914, todo armenio varón y menor de 45 años que habitaba en Turquía fue obligado a enlistarse en las tropas otomanas, ahora controladas por un grupo de universitarios militarizados conocidos como los Jóvenes Turcos (miembros del partido Comité de Unión y Progreso, CUP), para luchar junto a Alemania contra la amenaza zarista. En el bando enemigo, los armenios rusos formaban parte del ejército del zar y debieron ir al frente europeo. Pero el resultado no fue el esperado. Por un lado estuvo la negativa de los armenios que formaban parte de las tropas del Imperio Otomano a iniciar acciones contra los armenios que habitaban territorio ruso; y por el otro, las acciones subversivas de armenios rusos en territorio otomano desataron la ira turca. Y la represalia que no se hizo esperar: los soldados armenios fueron culpados de traición por su sola nacionalidad, desarmados y enviados a realizar trabajos forzados. Los Jóvenes Turcos habían comenzado su fase antiarmenia.
Fue así como el 24 de abril se formó una Organización Especial (OS) integrada por ex presidiarios entrenados para limpiar de armenios el territorio turco. Se ordenó una deportación masiva hacia la Mesopotamia y el desierto que, durante más de un año, se extendió en las zonas de influencia y en los campesinados alejados de cualquier territorio de conflicto. Cada ciudadano contaba con dos días para abandonar su hogar: a los más influyentes, a los más preparados, se los fusilaba directamente, y el resto debía lanzarse hacia una de las tantas caravanas por el desierto en las que se sucederían las matanzas indiscriminadas, los abusos contra mujeres y niños, el abandono de personas hasta su lenta y agónica muerte por hambre y sed. Hubo en esos éxodos más de 25 campos de concentración, en su mayoría abiertos, y se hundieron en el mar barcos cargados de víctimas. El desierto se cubrió de cadáveres sin tumba. Hasta que ya casi no quedó nadie. De los dos millones de armenios sobrevivieron menos de 600 mil, y ninguno en territorio otomano.
Los que lograron escapar de la deportación se ocultaron gracias a la ayuda de funcionarios conocidos, amigos o misioneros, y se exiliaron donde pudieron: Siria, el Líbano, Rusia. Y de allí a cualquier parte del mundo.
De la negacion al habla
Guerra entre pueblos, esgrimieron los turcos. Ataque en legítima defensa. Deportación por cuestiones estratégicas. El genocidio fue negado desde el primer día en que comenzó. Y a lo largo del siglo XX, Turquía se encargó de cuidar y mantener su maquinaria del olvido. La intención era clara: borrar las huellas de la existencia armenia, por todas las vías posibles. A la muerte tangente, real, vino a sumarse entonces la muerte simbólica: aquí no ha ocurrido nada, no hay nada que transmitir. Arando cementerios, deportando a los niños en edad de recordar, imponiendo leyes totalitarias que restringen el acto mismo del habla, el Estado turco quiso llevar el negacionismo al extremo. No dejar rastros.
Lejos, diseminados por América, Europa y Asia, los sobrevivientes, que llevaron con ellos sus historias grabadas en la memoria, callaron. Llevados a comenzar una nueva vida, con sus familias desintegradas, mutiladas, muertas, no tenían a quién contar. Así, el duelo de todo un pueblo nunca pudo ser hecho, porque para eso es necesario decir. Un testigo que hable y uno que esté dispuesto a escuchar. Creer en lo que se escucha y autentificar de esa forma la vivencia. Recién entonces, el duelo podría hacerse efectivo. Alejandro Schneider, doctor en Historia, director del Proyecto Exilio Político Armenio y codirector del Programa de Historia Oral de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, lo supo desde el primer momento. Por eso, junto con la Fundación Luisa Hairabedian y un grupo de profesores e investigadores de la UBA, creó en la Argentina el primer Archivo de Relatos Orales que funciona en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras. Un Archivo de la Palabra que rescata para el mundo la memoria de los sobrevivientes del genocidio armenio que llegaron en un exilio forzado a nuestro país. Porque hoy, a los 90, 100 y hasta 104 años de edad, esos testigos necesitan llevar a cabo la transmisión: son los niños deportados que habían presenciado el horror y que podían, aún pueden, recordar. “Nos interesa preservar la historia y la memoria; la historia oral en particular permite dar voz a quienes no la han tenido”, sostiene Schneider. “Porque los armenios fueron un pueblo perseguido, torturado, asesinado es que nosotros tenemos que dar voz a esos sobrevivientes para constituir la historia, dar una respuesta al negacionismo histórico.” La convocatoria es abierta a todo aquel que quiera participar brindando información o recogiendo testimonios. ¿Cuál es el método? Analizar historias de vida en base a entrevistas no rígidas, con preguntas semiabiertas donde el entrevistado cuenta cómo era su infancia, a qué se dedicaban sus padres, cuántos hermanos tenía, en qué barrio vivía, si llegaba a estudiar, cómo era el pueblo, cómo era la relación con los turcos. “Pero, usted, ¿por qué tardó tanto en llegar? Ellos sufrieron, lo sintieron en el cuerpo, ellos sabían mejor. ¿Por qué tardaron tanto? ¿Cuántas generaciones pasaron? Yo querría ser útil para decir la verdad”, disparó hace poco una sobreviviente de 94 años.
“Acá las sensaciones son múltiples, son relatos muy cargados y hay que estar muy pendiente del otro. Son personas muy grandes que de repente tienen que cortar el relato por el llanto o por la bronca”, explica Lucila Tossounian, una antropóloga de 29 años que desde hace dos colabora en el programa. Como ella, nieta de un sobreviviente, casi todos los involucrados en el proyecto son jóvenes descendientes de armenios que al presentarse bromean por el “ian” que homologa los apellidos y les permite definirse como “la nueva generación”. Ellos, dicen, no reconocen su armenidad a través de símbolos y valores tradicionales sino por esta búsqueda que les permite reencontrarse con una historia tantas veces negada. Si uno de los interrogantes dejados por las grandes masacres es cómo se puede contar el dolor, lo que la experiencia viene a mostrar es que existen diversos caminos: “Yo a mis abuelos, que eran sobrevivientes, no los conocí, y mis padres no hablaban del tema, con lo cual nunca sabía bien qué decir sobre el genocidio armenio. Tenía un vacío no sé si de información, pero sí de transmisión familiar”, dice Alexis Papazian, historiador recién recibido. “Si ellos pueden contar, es justamente porque esas experiencias se las están transmitiendo a un entrevistador. En el entorno familiar no es siempre tan fácil: la ausencia de transmisión también es una forma de relato; que yo no me haya enterado también es lo que hace en algún punto que hoy esté acá”, asegura.
Actualmente trabajan en el Archivo doce recopiladores, jóvenes profesionales egresados de Antropología, Sociología, Historia, Filosofía y Derecho que, además de entrevistar sobrevivientes en Buenos Aires, ya viajaron a San Luis, Córdoba y Montevideo. Toman a la palabra como tesoro invaluable, camino hacia la verdad. “La metodología de Historia Oral puso a la palabra casi en pie de igualdad con el testimonio escrito”, plantea Schneider. “Hasta ahora todos los relatos orales coinciden en los incendios de casas, en las violaciones de niños y mujeres, en las caravanas de la muerte por el desierto. Ahí saturamos el criterio de verdad y llegamos a la conclusión de que esto evidentemente existió, no se puede negar.” Sin embargo, la mitad de los sobrevivientes que brindaron testimonio en el último año falleció poco tiempo después. ¿Es posible vincular ambos hechos, el testimonio y su muerte? ¿Es posible pensar que descansan en paz habiendo entregado esa historia que cargaron durante tantas décadas? En cualquier caso, para los investigadores, el apuro corre en paralelo al trabajo hecho. La tarea de los recopiladores es contrarreloj: “Donde haya un sobreviviente, allá vamos”, es el lema. Porque el propósito principal es el de crear una base de datos con testimonios de personas que en cinco o diez años ya no van a vivir. “Lo importante es poder tener un registro que haga a la memoria, y por otra parte, los testimonios nos van a servir como prueba”, aseguran.
Una familia, una causa
Como prueba, incluso en su sentido legal. Porque si por un lado los testimonios ayudan a demostrar la existencia del genocidio armenio como hecho histórico, por el otro contribuyen a la acción sin antecedentes en todo el mundo que inició hace siete años el escribano Gregorio Hairabedian, cuya familia materna y paterna fue diezmada en el genocidio: la Causa por el Derecho a la Verdad y el Derecho al Duelo contra el Estado turco. Fueron años de estudio que incluyeron una lectura exhaustiva de la causa del caso Rodolfo Walsh, el proceso efectuado contra Augusto Pinochet por el juez Baltasar Garzón y finalmente lo que sería la señal de largada que tanto estaba esperando: las acciones iniciadas por los familiares de los desaparecidos durante la última dictadura militar argentina una vez abolidas las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. “Encontré que había un paralelo entre las motivaciones que los genocidas tuvieron allá en 1915 y las que tuvieron acá en 1976. Hay una matriz común que es la de extirpar, la de exterminar un pueblo determinado”, explica Hairabedian.
“Eso me hizo pensar que era posible llevar a juicio el exterminio de cientos de miles de personas entre los cuales se encontraban todos mis ancestros, calculados en más de 50 personas.” Luego de una primera resolución negativa que fue apelada, el juez Norberto Oyarbide hizo lugar al pedido del escribano y emitió exhortos a todos los países involucrados en la causa para que abrieran sus archivos y enviaran a la Argentina las pruebas necesarias. “Ese fue un paso importantísimo para la Justicia argentina en general porque para iniciar la causa se basó simplemente en el artículo 118 de la Constitución Nacional Argentina, que hace referencia a los delitos de la violación de los derechos de las personas cometidos fuera del territorio nacional. Y éste es el primer caso en donde se aplicó esta ley en nuestro país.”
Al poco tiempo, su hija Luisa Hairabedian se convirtió en su abogada y, cuando las respuestas favorables de los primeros países empezaron a llegar, los dos entendieron que iba a ser necesario viajar a Europa para buscar personalmente las pruebas y seguir adelante con el juicio. Entonces iniciaron gestiones con cancilleres, embajadores, abogados y juristas, y lograron despabilar el adormecido sistema jurídico internacional que se empecinaba en olvidar lo ocurrido. “No fue nada sencillo, pero logramos obtener varios documentos de Estados Unidos, Francia, Alemania, España...”
Sin embargo, el destino tiende sus redes, va trazando el camino sin explicar por qué: a cuatro años de trabajar en el proceso, Luisa murió en un trágico accidente de autos. Y acá es cuando entró a escena Federico Gaitán, su hijo de 23 años, que pasó a convertirse en la voz cantante del juicio y en recopilador de testimonios orales. Para darle un marco aún más sólido a su trabajo, abuelo y nieto decidieron crear una Fundación que llevara el nombre de Luisa (Luisa Hairabedian) y tuviera los mismos desafíos que ella tenía en vida. Así, casi sin proponérselo, lograron algo que hasta entonces parecía imposible: sumar a todas las instituciones armenias a la causa, que trascendió la historia de la familia para devenir causa de toda una comunidad.
“Actualmente estamos esperando los documentos del Vaticano. Algunos países no contestaron todavía, como Rusia, pero tenemos trámites adelantados en Bélgica, e Inglaterra respondió favorablemente. Así que ya podemos acreditar que en Armenia hubo un delito de lesa humanidad”, resume Federico. Una vez que logren reunir todas las pruebas, el juez emitirá un petitorio con el procedimiento a seguir.
Lo que venga de aquí en adelante no será una tarea sencilla, y para comprobarlo alcanza con echar un vistazo a la situación actual del otro lado del océano. Los únicos casos que existen en la Justicia internacional sobre el genocidio armenio tienen que ver con reclamos patrimoniales o pedidos de resarcimiento económico de descendientes armenios estadounidenses. Mientras la Unión Europea evalúa el ingreso de Turquía a la mega-alianza económica, ese país continúa rigiéndose bajo una ley cuyo Código Penal establece que la sola mención del genocidio es punible con un castigo que va de los tres a los diez años de cárcel. Los intelectuales armenios siguen siendo perseguidos (ver recuadro) por su armenidad, y los poquísimos turcos que se animan a tener una visión opuesta a la del gobierno deben exiliarse, como sucedió recientemente con el Premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk. Con respecto a la causa argentina, el gobierno turco respondió a los exhortos diciendo simplemente que no le correspondía informar ni abrir archivos. Pero, pese a todo, los Hairabedian siguen firmes en su lucha, alentados por los logros que obtuvieron hasta el momento: “Turquía continúa con la postura negacionista, y los actuales gobernantes son encubridores y eso los inculpa también. Acá hubo un delito, y la existencia de un delito se tiene que demostrar en una instancia judicial. Hay que obligar a Turquía a ir a un juicio. Y nosotros somos muy positivos en eso. Sabemos que vamos a llegar a Europa. Y si no llego yo, llegará mi nieto. Nos guían las dos grandes banderas que la humanidad tiene siempre que levantar: la de la verdad y la de la justicia. Porque además sabemos que desde nuestra particularidad armenia estamos también trabajando en la lucha por la verdad y la justicia en cualquier rincón del mundo”.
Relato basado en relato
Fue la escritora Claudia Piñeiro, autora del best-seller Las viudas de los jueves, quien recogió la historia de esta familia para contarla en una obra de teatro. Bajo el título Un mismo árbol verde, el núcleo de la trama es el genocidio armenio, corriendo en paralelo a nuestra última dictadura militar. Como ella misma dice, Piñeiro no hizo más que dar forma a hechos que le contaron, porque Luisa Hairabedian era su amiga y, con el proyecto de armar entre ambas el guión de una película, le relataba los dramas que había atravesado su abuela: el sufrimiento por la usurpación y expulsión de su casa familiar, las atrocidades a las que sometían a los deportados, la muerte de cinco de sus hijos por hambre en la caravana con la que atravesó el desierto, la supervivencia en medio del terror, su llegada a la Argentina donde volvería a enfrentarse con el pasado cuando los militares irrumpieran en su casa para secuestrar y torturar a una de sus nietas. Relato basado en relato, historias secretas pasadas de generación en generación. “Muchas veces sucede que alguien se acerca a un escritor creyendo que la historia que tiene para contar es única y merece ser escrita, como si ponerlo en letras sobre un papel, pasar de lo oral a lo escrito, le diera otra categoría”, dice Claudia Piñeiro. “Pero no siempre esas historias llegan a comprometer la voluntad de escritura. En este caso, la pasión con la que Luisa me contaba su historia hizo que la sintiera como propia.” Por eso, a tres años de la muerte de su amiga, se propuso completar esa tarea proyectada en conjunto a través de Un mismo árbol verde, reestrenada en el teatro Payró con el auspicio de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y la actuación de Marta Bianchi y Noemí Frenkel. Cruce entre realidad y ficción, podría decirse que todo está ahí: los estragos del vínculo madre-hija, el recuerdo del pánico, la iniciativa del juicio político, los militares argentinos irrumpiendo con una violencia que llevó a la metzma (como se nombra en armenio a la abuela) a gritar desesperada: “¡Volvieron los turcos!”, mientras la separaban de su nieta. “Lo que a mí me impacta de estas situaciones es el profundo temor de que las historias se repitan”, plantea la autora. “Como en la Colonia Penitenciaria de Kafka, cuando los seguidores de quien aplicaba la tortura con la máquina de tallar la condena sobre el cuerpo dicen que ya llegarán tiempos en que ellos y sus métodos podrán volver a la luz. A mí se me pone la piel de gallina.”
Tal vez sea el haber oído, el no haber inventado sino recibido, lo que hace que Claudia Piñeiro sienta que la historia no es suya. Por eso, hoy en día cede lo que cobra por derechos de autor a la Fundación Hairabedian: “A pesar de haber hecho un trabajo profesional, yo siento una especie de pudor, no sé si la historia es mía. Tengo una sensación de que en algún punto no me pertenece”, dice. Afirmación discutible, desde ya. Pero tal vez lo importante no sea eso sino el propósito. La voluntad. La certeza de que, de una u otra forma, determinadas cosas deben ser dichas: los hechos, como las palabras, no tienen dueño. Y en boca de la misma Piñeiro: “Sólo la memoria de todos puede evitar nuevos genocidios”.

La misma cosa
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La famosa frase de T.W. Adorno, “cómo escribir poesía después de Auschwitz”, es trasladable a otros horrores y a otras imposibilidades de dar cuenta por medio del lenguaje. Pero lo que plantea Adorno no es una aseveración sino una pregunta: ¿cómo hacerlo? Será por eso que, se trate de la Shoah, del genocidio armenio o de los exterminios realizados por la dictadura militar en la Argentina, nos encontramos todo el tiempo con escritores, filósofos, ensayistas y hasta poetas intentando encontrar esas palabras que den cuenta de hechos que no dejan de ser siempre la misma cosa. Y digo cosa a propósito, para señalar esa dificultad, la de encontrar las palabras justas que logren nombrar lo tremendo, lo aberrante, lo incomprensible de ciertos crímenes perpetrados en las mismas sociedades en las que vivimos. El nombre de la obra, por ejemplo. ¿Por qué Un mismo árbol verde? A veces, los pueblos o las personas creen decir lo mismo y sin embargo hablan de cosas diferentes. Hay ciertas palabras que no nombran lo mismo, teniendo en cuenta la historia personal, las vivencias, las realidades de quienes las pronuncian. El hambre, ¿puede ser lo mismo para quien pasó hambre en una guerra o en un destierro, para quien está en los límites intolerables de la pobreza, que para alguien que cuando siente hambre va a la heladera y se sacia? Quienes tenemos qué comer, ¿podemos saber exactamente lo que nombra la palabra hambre cuando la pronuncia otro? O tortura, o humillación, o justicia. El título habla de eso, del valor relativo de las palabras. Encontrarlas, encontrar la respuesta al cómo que plantea Adorno, es una tarea difícil que puede llevar a resultados no del todo satisfactorios. Sin embargo, a esta altura, aprendimos que la memoria es un valor superior que justifica ciertos errores que podamos cometer al intentar describir el horror. El único valor que puede ayudarnos a no repetir siempre la misma historia.
Taner Ackham,el intelectual valiente

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En un territorio donde ciertos tabúes operan como leyes, pocos son los intelectuales que se atreven a hablar. Es que, en Turquía, pronunciar algunas palabras significa estar cometiendo un crimen. No es necesario ir muy atrás en el tiempo para entender los riesgos de emitir una opinión “impropia” en ese país: Hrant Dink, periodista y editor de Agos (el diario para la minoría armenia que se distribuye en esa región), fue acribillado a principios de este año en la puerta de su trabajo mientras era sometido a un juicio bajo el cargo de haber denigrado la integridad turca al haber utilizado, presuntamente, la palabra genocidio. El Nobel de Literatura Orhan Pamuk, por su parte, debe vivir actualmente en el exilio por haber respondido en una nota periodística que “30 mil kurdos y un millón de armenios murieron en estas tierras”. Y aunque ni Pamuk ni Dink pronunciaron jamás la terrible palabra, el temeroso gobierno turco debe enfrentarse hoy en día a un intelectual que no sólo lo dijo en una columna del Agos sino que lo repite cada vez que puede: “Lo ocurrido entre 1915 y 1917 no puede ser llamado de otro modo que como un genocidio”. Taner Ackham es el nombre de este sociólogo e historiador turco que viene investigando el tema desde hace más de 15 años. Profesor del Centro de Estudios sobre Holocaustos y Genocidios de la Universidad de Minnesota en Estados Unidos y del Instituto Internacional de Estudios sobre Genocidios y Derechos Humanos de la Universidad de Toronto en Canadá, Ackham ya había sido condenado bajo el artículo 301 en 1976. Pero fue específicamente por el caso Dink que volvió a tener problemas legales en Turquía. Antes de la muerte de su colega, él había escrito una columna en su defensa en la que decía que “Dink nunca utilizó la palabra genocidio. El no se involucraba en esas discusiones. Si alguien le preguntaba, sólo decía: ‘Pueden llamarlo como quieran. Yo sé lo que sucedió con mi gente’. Entonces, si decir genocidio es un delito y el que lo dice merece ser perseguido, Hrant debe ser tachado de esa lista. Pero, y aquí viene el lado cómico de ese hecho –y lo que considero una ofensa personal–, yo soy una persona que comúnmente utilizo la palabra genocidio en mis artículos en Agos porque creo que lo que ocurrió entre 1915 y 1917 debe ser llamado de esa forma. Espero que este artículo sea utilizado como una prueba de mi culpabilidad”. Que Taner Ackham se jugó la vida al escribir esas palabras es una obviedad. El clima de linchamiento generalizado no lo amedrentó entonces, ni lo hizo una vez asesinado Dink. Con ese temple que adquieren quienes se mueven en el camino de la verdad, en una entrevista telefónica Ackham despersonaliza la causa en su contra considerándolo “un caso contra un individuo que no tiene implicancias prácticas –de hecho puedo caminar libremente por Turquía hasta que sea dictada la sentencia–, pero sí políticas. Hay un sector muy conservador en Turquía que no está interesado en que el país ingrese a la Unión Europea y este tipo de cosas sirve para que eso no ocurra. Ellos quieren radicalizar a la opinión pública en este aspecto”. Desde ese mismo punto de vista, se mantiene escéptico con respecto a un futuro reconocimiento del genocidio por parte del gobierno turco: “Están tan alejados de reconocerlo que ni siquiera ocupa un lugar en sus agendas. Son firmes en su negación y se pudieron mantener en esa postura porque recién ahora puede ser un problema para diplomáticos o interesados en ingresar a la UE. Y precisamente el hecho de que ahora sea un problema para ese proyecto es lo que lleva a los sectores conservadores a reafirmar aún más su postura negacionista”. Con respecto al lugar que ocupan los intelectuales para que la situación cambie, Ackham es claro a la hora de marcar lo que lo diferencia de la tendencia generalizada: “Los intelectuales turcos no tienen una posición clara en este tema. Es más: creo que ni siquiera les preocupa”, plantea con una resignación triste. “Generalmente centran la discusión del genocidio alrededor del problema de la libertad de expresión porque creen que, una vez que se pueda hablar del tema, el problema estará resuelto. Pero yo estudio el tema desde hace más de 15 años y he escrito un libro como A Shameful Act, que fue publicado en Turquía y agotó una primera edición, porque creo que son cosas como ésas las que contribuyen a que se aprenda sobre este genocidio”.
Relatos de sobrevivientes
“El asunto era durar, algún día va a cambiar, decían”


–Iban caminando y arrancaban pasto así, para masticarlo; porque no es un día, fueron semanas, meses. Y para tomar agua no podían agacharse porque les pegaban con la bayoneta, digamos en la cabeza, y quedaban ahí. Y mi abuela fue una de ésas que se agachó para tomar un poco agua de un arroyo y justo la vieron y vino corriendo con el caballo el que la vio y le pegó en la nariz. Quedo destartalada, con hambre, con frío, con sed. Y después la tenía que llevar mi abuelo (...) Cada tanto, cuando se juntaban varios de los que eran de trasmigración, arrancaban un poco de pasto, plantas, cualquier cosa y comían, masticaban eso, porque era lo único que podían hacer para durar, el asunto era durar, algún día va a cambiar, decían. Iban en la marcha kilómetros y siempre caminando, caminando, con lluvia, con viento, con frío, con nieve, con calor.
¿Buscaban desgastar, desmoralizar al pueblo armenio?
–Claro, querían aniquilarlo así: “Yo no lo maté. Se mató solo”. Es una forma de asesinato.
Seguro.
–Pero lo de mi abuela fue un asesinato, porque con una que no ha comido, no ha tomado, cansada, una mujer grande, todo eso y caminar, días y días, no se terminaba nunca, semanas, meses, es claro: pegarle así en la cabeza... Y ellos la dejaron agonizando en un basurero: cuando llegaron a un pueblo la tiraron ahí, y a otros también.
Relatos de sobrevivientes
“Los pusieron en la orilla del abismo, de a cinco o seis y boom, boom, boom, al abismo”
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“Nosotros en Esmirna teníamos una iglesia que dice San Esteban, toda de mármol, hasta arriba. La puerta no se abría. Y ahí fuimos todos de una villa y nos escondimos, éramos unas veinte familias. Cuando supieron los turcos, vinieron a llevarnos. Entonces abrieron la puerta, que no se abría ni con bombas ni con nada, y el cura francés agarró a las mujeres y a los chicos y los llevó al borde del mar, del golfo, para que se salven, en vapor o qué sé yo... Pero a los hombres los agarraron y los llevaron a una montaña. Había un abismo allí, dice mi mamá que conocía, que se llama Petrotá. Entonces, dice un señor, que era primo de mi mamá y se salvó, dice que los llevaron allá, los pusieron en la orilla del abismo, de a cinco o seis y boom, boom, boom, al abismo. Después otros cinco o seis, boom, boom, boom, y al abismo. Entonces, a unos los mataron, otros cayeron sin que los mataran antes, y qué sé yo... Y cuando vieron que ya todos estaban en el abismo, se fueron. Porque los turcos no eran inteligentes. Eran unos brutos. Y esto de afuera lo vemos. Y luego a las doce de la noche se despierta el que era primo de mi madre y empieza a buscar quién vive, quién respira, quién grita. Escuchó de lejos: aaaaahhh, aaaaahhh. Fue y vio que había dos hombres debajo de muertos a los que no tenía ni fuerzas para sacárselos de encima. Cuando lo logra, ve que el hombre estaba... herido, lo agarra así en su hombro, despacio, despacio, los dos suben el abismo y se salvan.”
Hacían cosas muy feas, malas cosas”
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–Nos llevaron a Eneír, decían, la capital de Turquía. De ahí llegamos a Adaná...
¿Se fue caminando del pueblo o se fue en tren?
–Primero en caravana, después en tren, porque el tren no llegaba a esos pueblos.
La caravana, ¿caminaba de noche, de día?
–A donde nos dejaban, quedábamos. Pasamos mucho frío...
En la caravana, ¿llevaban comida o les daban?
–No, no... Mi hermano, en cualquier lugar, lo que buscaba traía a nosotros para comer. Yo iba a buscar agua, algo de comer, pero te podían agarrar, tiraban, como pelota tiraban... a quien toca, toca...
Y en la caravana, ¿qué hacían los soldados?
–A la tardecita era, pasaba un muchacho, con otro, que conocían a todos dónde estaban, ahora me acuerdo qué cosa, qué mal... A la noche volvían, se llevaban a las chicas... Torturaban. Gritos, gritos, gritos... Hacían cosas muy feas, muy, muy mal. Malas cosas...
“Parece que recién que le hablo, señor, lo veo ahí”
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“Nos despertamos, algunos chicos que teníamos ocho o diez años. ‘Vengan, vengan, vengan para ver por última vez a los turcos cómo han prendido fuego’, nos dijeron y nos llevaron al balcón. Veíamos a las personas en la orilla del mar, que corrían. Veíamos porque no era muy lejos, a sólo media hora de donde estábamos, teníamos que cruzar el golfo nada más. Así iba, derecho. De embarcadero a embarcadero. Boom hizo, un fuego... algo impresionante. Nosotros con la boca abierta, veíamos. Después, ¿sabe qué han hecho estos turcos desgraciados? Zigzag han hecho. Para cerrar las calles, ¿me entiende? Para que no pudieran salir. A la una de la mañana era eso, una y media, cuando nos despertó el alemán. Entonces mi tío, el padre de Mary de dos años y Lucy de cuatro, cuando escuchó el boom se levantó, las agarró a ellas y a su mujer y salió a la calle. Al salir a la calle vio que había balcones con madera, con vidrios que caían con el boom, boom. Porque la ciudad era vieja también. Entonces no podían pasar. Porque las maderas se quemaban. Los vidrios eran... bien calientes, no podían. Retrocedió mi tío. Tomó otra calle. Pero también estaba tapada con maderas quemadas. Otra vez retrocedió para llegar al mar. Y después encontró una calle. No sé cómo. Y salió a la ruta, al mar. Y se salvaron. Era una cosa extraordinaria. Lo veo. Parece que recién que le hablo, señor, lo veo ahí. Boom, boom. Dice mi tío que se ha quemado mucha gente, se han carbonizado. A la una de la mañana duermen todos. ¿No es así? ¿Cómo se va a despertar? Dígame... Y otro día, ¿sabe qué? Un día estábamos con mi madre y mi hermana en casa y vimos en la calle –que era ancha, de vereda a vereda– un hombre atado al lado del otro. Y no solamente uno al lado del otro, de este lado también atado. Del otro también. Los tenían enjaulados. No podían esos veinte que estaban mandarse a mudar, ¿me entiende? Ya estaban todos hechos bolsa, ahí, uno con el otro, ay... el carnicero, ay... el otro, ay... éste, ay... este otro...”
Estos testimonios fueron recopilados por el Programa de Historia Oral de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, que gentilmente facilitó el material para la nota. En todos los casos, la reproducción fue editada, intentando mantener lo máximo posible su oralidad. Se preserva el anonimato a expreso pedido de las víctimas.Para aportar datos o participar del proyecto:Fundación Luisa Hairabedian (Roque Sáenz Peña 570, 2º piso, 4342-4696; fundacion@causaarmenia.com).Alejandro Schneider (Facultad de Filosofía y Letras, Puán 480, Subsuelo. Of. Historia Oral; aschneider@ciudad.com.ar).//



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